¡A la Bastilla! La Revolución Francesa.

Los antecedentes de la Revolución Francesa siempre resultan, a mi parecer, decepcionantes. Aquellos que nos zambullimos en su lectura esperando guillotinas, muchedumbres enfurecidas al estilo de los campesinos cazando al monstruo de Frankenstein, gritos de “¡a la Bastilla!”… de pronto nos vemos transportados a un salón estilo rococó donde varios señores con pelucas ridículas y medias (sí, medias), hablan sobre filosofía: son los Enciclopedistas. Diderot, Voltaire, Rousseau, y demás cabezas pensantes encendieron en la burguesía la idea de que, siendo tan listos como eran y teniendo medios económicos, no tenían por qué tolerar que la nobleza valiese más que ellos.

Al otro lado del Atlántico, la Revolución Americana había dado ideas a los franceses. Los burgueses tuvieron un papel clave en la independencia de las colonias frente a Inglaterra, y en el surgimiento de los Estados Unidos, ya que los hombres libres no querían estar bajo la autoridad de un malvado rey. Bueno, en realidad, lo que no querían era pagar impuestos, y Jorge III era un rey bastante simpático (sus súbditos le llamaban cariñosamente “el granjero Jorge” porque era campechano como Juancar)

Probablemente haya algún francés con el morro suficiente para decir que apoyaron a Estados Unidos en su guerra por cuestiones de liberté, pero si la monarquía francesa dio dinero a los colonos fue para hacerle la puñeta a su gran enemiga, Inglaterra. Esta guerra supuso un buen palo a las arcas del reino, y el pueblo, que ya de por sí andaba hambriento, se lo tomó bastante mal. Con esto ya tenemos los ingredientes para una Revolución: ideas nuevas, hambre, y alguna que otra guadaña muerta de risa en el granero, esperando ser enarbolada.

En 1789, se convocan los Estados Generales, por primera vez en más de cien años. La intención era hacer una reforma fiscal para arreglar el desastre económico en el que estaba metida Francia. El rey y el ministro de finanzas se reúnen para dirigirse a los representantes de los tres Estados: la nobleza, el clero, y el pueblo. El rey comienza con un discurso corto, y después el Ministro de Hacienda expone la desastrosa situación financiera durante dos horas, mientras el rey echa una cabezadita (en serio, lo hizo. En la actualidad probablemente jugaría al Candy Crush).

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Los Estados Generales. Nótese el estilazo con el que el caballero de la izquierda luce sus medias.

Se decide emprender reformas para solucionarlo, pero a la hora de votar, la desigualdad era evidente: pese a que había cerca de 300 diputados del Primer Estado, otros tantos del Segundo, y casi 600 del Tercero, estos últimos representaban al ¡97%! de la población. Además, sólo tenían un voto por Estado. Esta situación no indigna sólo al Tercer Estado: la baja nobleza campesina y los curas sin rango se sentían más próximos a las reivindicaciones del pueblo que a los nobles de la corte de Versalles. Un grupo de nobles liberales, el “Comité de los Treinta”, muy del estilo de los señores con medias que comentábamos al principio, exige que el Tercer Estado tenga más votos.

 

Finalmente, los descontentos deciden ir por libre y crear la Asamblea Nacional, que represente “al pueblo” y no a los Estados. Muchos de sus miembros creen (y otros fingen creer) que se reúnen en interés de Francia y el rey, y así lo anuncian. Sin embargo, Luis ve esta revolución jurídica como un desafío, y ordena cerrar la sala donde se reunían los Estados Generales, bajo pretexto de que “el edificio estaba en reformas” (facepalm). La excusa, lógicamente, no coló, y finalmente los asambleístas decidieron reunirse en una sala cercana, una pista de juego de pelota. Allí pronunciaron el juramento del juego de pelota, que, pese a lo engañoso de su nombre, consistía en que los 577 diputados del Tercer Estado juraron no separarse hasta que Francia tuviera una Constitución.

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«El juramento del juego de pelota», de Jacques-Louis David. La gente gritaba mucho pero nadie jugaba a la pelota.

Para los que se hayan quedado con la duda de saber qué era el dichoso “juego de pelota”, o bien sean de esa gente que prefiere el deporte a la política, el jeu de paume (juego de palma en francés) era un deporte antecesor del tenis, parecido a la pelota vasca. Se jugaba con una pelota de piel de rata (puaj) y con la mano llena de aceite y luego harina, para que no resbalara (más puaj).

 

Volviendo a la Asamblea Nacional, el rey no estaba nada contento con la situación e hizo cerrar también, esta vez sin excusas, la sala del juego de pelota. Los asambleístas fueron entonces a la iglesia de San Luis, donde además de todos los diputados del Tercer Estado se unieron casi todo el clero y varios nobles. Uno de ellos, el conde de Mirabeau, famoso por su oratoria y su facilidad para dilapidar fortunas, anunció a los soldados del Rey que sólo saldrían de allí si les sacaban con bayonetas (supongo que la iglesia de San Luis tendría baños o no estarían tan dispuestos a apalancarse allí). Necker, el ministro con cuyo discurso se había dormido el rey, también se unió a los asambleístas.

 

El 9 de julio de 1789, la asamblea adoptó el nombre artístico de Asamblea Constituyente,  poniendo fin a siglos de absolutismo, y sustituyendo el sistema de gobierno por una monarquía parlamentaria. Se escribió la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, que muchos exaltan como base de los derechos fundamentales actuales. Lo cierto es que es un calco de la Declaración de Derechos de Virginia, escrita en Estados Unidos dos años antes, pero le han hecho mejor marketing en Europa.

 

Los Asambleístas pidieron al rey que quitara a sus soldados de la puerta, pero él se hizo el sueco, lo cual molestó a los ciudadanos. Les propuso irse a la mier… lejos de la capital, para tener el problema apartado de París, pero se negaron. Destituyó al ministro Necker, haciendo como de costumbre lo que le apetecía, y ésta fue la gota que colmó el vaso para los parisinos, que se lanzaron a las calles a tomar la Bastilla. Esta cárcel constituía un símbolo del poder real, y además sus cañones apuntaban directamente a los barrios obreros, un amable y sutil recordatorio de lo que ocurriría en caso de rebelión.

 

Las muchedumbre enfurecida tomó la Bastilla, asesinando a su gobernador. Liberaron entonces a todos los prisioneros que había: sólo acogía a cuatro falsificadores, un enfermo mental, un noble condenado por incesto y a un cómplice de una tentativa de asesinato sobre Luis XV. Después fueron al Ayuntamiento de París, donde mataron al alcalde de un tiro. Las cabezas de ambos hombres fueron clavadas en picas y paseadas por las calles, inaugurando así una modalidad de procesión que se haría muy popular en los meses siguientes. En el camino murieron 98 sublevados y fueron heridos 73, así que el balance les salió regular, pero pese a ello se consideró un triunfo simbólico.

En las zonas rurales, la situación era también bastante caótica. Como por entonces no había Internet, los campesinos no podían seguir en Twitter lo que pasaba en la capital, y las noticias llegaban distorsionadas. Algunos nobles, sensatos, pusieron tierra de por medio y salieron de Francia, quedando una situación de vacío de poder y desinformación que dio lugar a “el Gran Miedo” (no confundir con el Terror, que viene más adelante). Aparecieron rumores de bandidos que estaban saqueando Francia, algo que resultó creíble porque con el hambre, el crimen había aumentado.

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Mapita que muestra cómo se expandió el Gran Miedo de 1789.

Los campesinos se armaron y formaron milicias para protegerse de los eventuales bandidos. Pero como éstos sólo eran fruto de la imaginación y del miedo, no los encontraron. Buscando una explicación a la situación, empezó a extenderse en algunas zonas la idea de que la nobleza había hecho correr los rumores a fin de sembrar la confusión y el pánico. Ya que tenían las armas, decidieron enfadarse con los nobles y bandas de campesinos se dedicaron a atacar castillos y abadías, llevándose el grano y quemando archivos y documentos. Champaña, Nantes, Toulouse o el Pirineo estaban entre las regiones más afectadas.

 

En otros lugares de Francia, si bien hubo pánico, éste no dio lugar a ninguna revuelta. En varias aldeas y pequeñas ciudades del Périgord, Maine, y Aquitania, por ejemplo, los habitantes pidieron protección a la nobleza local y le encargaron el mando de las milicias. Regiones enteras, como Bretaña, Alsacia o Languedoc, quedaron fuera de este Gran Miedo. Sin embargo, el feudalismo había quedado en jaque mate en todo el país.

 

De vuelta en París, la Asamblea trataba de cumplir el Juramento del juego de pelota y redactar una Constitución. Buscaban que toda la sociedad estuviera representada, y entre los 1200 constituyentes estaban todas las tendencias políticas del momento, si bien la izquierda radical que (spoiler alert!) se haría con el poder más adelante aún no estaba presente. Los que no sean fans de la política pueden saltarse este párrafo. La mayoría de la Asamblea la conformaba el partido de la nación, en el que se mezclaban la burguesía, representada por Mirabeau (el que dijo que no saldrían de la iglesia de San Luis) y Lafayette, héroe de la Guerra de la Independencia Americana; con los representantes de las clases populares. Se constituyó también un partido moderado, poco numeroso, que buscaba un régimen democrático parecido al británico. Se les acabó llamando “partido monárquico”, y lo encabezaba el ex ministro Jacques Necker, cuyo discurso hizo dormir a Luis XVI. Por último, la derecha representaba a la nobleza y al alto clero, y básicamente estaban ahí para oponerse sistemáticamente a todo en vez de proponer soluciones.

 

Dejamos ya el tema político y volvemos a la acción. El episodio que supuso el último clavo

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Luis XVI, cuando aún tenía cabeza

en el ataúd de la familia real fue la fuga de Varennes.  En octubre de 1789 la familia real fue traída de Versalles, símbolo de la monarquía absoluta, para que se alojara en las Tullerías, símbolo de la monarquía constitucional que se iba a instaurar. El 20 de junio de 1791, tras dos años de protestas populares contra ellos, algunas en la propia puerta de su casa, Luis XVI y sus allegados empezaron a darse cuenta de que habían perdido el poco amor que sus súbditos les tenían y decidieron huir al extranjero. Mirabeau, había disuadido al rey de escapar en anteriores ocasiones, previendo las consecuencias que esto tendría, había muerto unos meses antes.e  El conde sueco Hans Axel de Fersen, emisario del rey Gustavo III, fue el cerebro del plan. La familia real se disfrazó de aristócratas rusos (no dejo de preguntarme cómo se disfraza uno de eso). Aunque el plan no era malo, los reyes se empeñaron en llevar más gente de la necesaria (entre ellos el estilista de María Antonieta) y su partida se retrasó.  

La partida se descubrió a la mañana siguiente, junto con una nota de Luis en la que se quejaba del trato recibido (y eso que no sabía el trato que le esperaba, el pobre). Se temió que el rey pidiera apoyos en el extranjero y desencadenara una guerra civil, por lo que se mandó detener a todo aquél que intentara salir del país. El rey fue reconocido y detenido en Varennes-en-Argonne , cerca de la frontera con Bélgica. Su hermano, el conde de Provenza, consiguió escapar a Bruselas, y años después protagonizaría la restauración borbónica.

 

La cuestión de “y ahora qué hacemos con éste” sembró la discordia en la Asamblea. Finalmente, se decidió perdonarle y hacerle jurar la Constitución, proclamando una monarquía parlamentaria, pero ésta decisión no gustó a todos: algunos ya tenían preparados sus carteles de “Viva la República” o estaban afilando las guillotinas. Una muchedumbre se congregó en el Campo de Marte, el jardín enorme que actualmente está detrás de

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El Marqués de Lafayette,  llamado el «héroe de dos mundos» por su participación en las Revoluciones de Francia y Estados Unidos.

 

la torre Eiffel. Lafayette ordenó disparar para dispersar a los manifestantes, muriendo 50 personas. Los políticos más radicales se exiliaron o se escondieron por miedo a las represalias.

Uno de los que se escondió fue Marat, cuyo periódico, que criticaba frecuentemente a personajes destacados, fue cerrado. He visto alguna vez elogiar a Marat como defensor de la libertad de expresión, lo cual me dejó bastante ojiplática. No sólo publicaba cosas como que para mantener la felicidad y libertad eran necesarias (cito) “quinientas o seiscientas cabezas cortadas”, sino que no tuvo reparos en hacerlo efectivo una vez llegó al poder.

Además, él mismo elaboró listas negras de aquellos que se expresaron libremente, y se encargó de verlos guillotinados, lo cual es bastante más censor que cerrar un periódico.

La Constitución de 1791 estaba terminada, pero la monarquía constitucional no acabó de cuajar. Crecían las diferencias entre los jacobinos, liderados por Robespierre, defensores del sufragio universal masculino (aún quedaban bastantes para que la egalité fuera de verdad igualitaria e incluyese el voto femenino) y los girondinos, más moderados, defensores del sufragio censitario. Un tercer partido, llamado “el Pantano”, estaba formado por los “independientes”, que apoyaban a los jacobinos y a los girondinos según les conviniese, y resultaron decisivos en los cambios de poder.

La popularidad del rey bajaba, y tras varios cambios de Gobierno el Parlamento proclamó la República. Decidieron que la mejor manera de subrayar que empezaba una nueva época era poner a cero el calendario y contar desde el año 1. El nuevo calendario comenzaba en septiembre y fue elaborado por un matemático y varios astrónomos, además de un poeta para los nombres de los meses. La mayoría de los nombres de meses son neologismos derivados de palabras similares en francés, latín o griego, como vendimiario en la época de la vendimia, floreal en privamera, o termidor (del griego thermos, calor), en verano. Las terminaciones de los nombres están agrupadas según la estación. La principal utilidad de este calendario ha sido complicar la vida a los historiadores.

La república no gustó a los países vecinos. Austria y Prusia entraron en guerra con Francia, exigiendo que devolvieran la corona a Luis. El pueblo culpó de la guerra a María Antonieta, que era austríaca. Finalmente, se acusó de traición al rey, diciendo que había conspirado con las monarquías extranjeras. Se votó su condena a muerte por muy pocos votos. El 21 de enero de 1793, el rey fue ejecutado. En octubre de ese año, la esposa y la hermana del rey corrieron la misma suerte. El delfín, de diez años, fue maltratado y mantenido prisionero hasta que falleció enfermo.

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Luis XVI termina sus días en la guillotina.

La guerra seguía, la economía empeoraba, y los que eran contrarios a la Revolución se revolucionaron contra ella (vaya cacao), siendo reprimidos de forma brutal. Las clases más bajas del pueblo, obreros y artesanos, sentían que la revolución era demasiado burguesa y se había olvidado de ellos. Los que no eran bastante ricos para vestir con calzones a la moda eran llamados despectivamente sans-culottes (sin calzones), aunque acogieron el mote con orgullo (hay gente para todo). Los jacobinos les convencieron de que defenderían sus intereses y dieron un golpe de Estado en contra de los girondinos. Comenzaba así el periodo más oscuro de Francia: el Reinado del Terror.

 

Aunque este nombre pueda parecer escogido por sus enemigos para desprestigiar a los jacobinos, lo cierto es que el propio Robespierre estaba encantado con el nombre, y creía que era necesario para mantener el orden, y dijo que “El terror no es más que la justicia rápida, severa e inflexible”. Este jurista de 35 años había estado completamente en contra de la pena de muerte, pero se ve que cambió de opinión por el camino. Le llamaban “el

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Robespierre mirando un cuello con oscuras intenciones.

Incorruptible”, por tener una fe ciega en los ideales de la Revolución, y en defenderlos a toda costa.

Cuando el órgano de Gobierno, la Convención, se quedó sin nobles a los que decapitar, pasó a los conservadores, después los girondinos, e incluso los jacobinos que consideran demasiado moderados, como Danton, o demasiado  extremistas.  El padre de la química moderna, Lavoisier, estuvo entre las víctimas. Lafayette se libró por los pelos y pasó cinco años en la cárcel.

Las listas negras incluían a aquellos acusados de crímenes como “conspirar” o “tener actitud antirrevolucionaria”. Marat, entusiasta de la confección de este tipo de listas, fue asesinado en su bañera por la girondina de veintitrés años Charlotte Corday, según la leyenda, con un papel en la mano en el que estaban los nombres de más “conspiradores” destinados a la guillotina. Por desgracia, Charlotte acabó también con la cabeza en un cesto.

Algunos han argumentado que el Terror fue necesario para que los ideales revolucionarios se consolidasen y no se regresara al Antiguo Régimen. Sin embargo, las cifras de ejecutados verdaderamente marean. Se cree que pudo haber hasta 40.000 víctimas, aunque las cifras más conservadoras  calculan de 11.000 a 14.000, que sigue siendo escandaloso. Si tenemos en cuenta que la población de París en 1793 era de unos 600.000 habitantes, estamos hablando de que en menos de un año perdieron la cabeza entre el 2% y el 6% de la ciudad. Hubo dos periodos en el Terror: el Terror Rojo, de los jacobinos, y el Terror Blanco, de los girondinos, que consistió en decapitar a todos los que habían llevado a cabo la primera parte.

Los girondinos se hicieron con el poder en la llamada Reacción de Termidor. Las detenciones aumentaban, y sólo uno de cada cinco juicios acababa en absolución. El número de ejecuciones diarias rondaba las treinta personas. Entonces ocurrió algo que se ha señalado como causa de la caída de el Incorruptible: Francia ganó la guerra contra Austria, por lo que las medidas dictatoriales para “mantener el orden” estaban cada vez menos justificadas. Los diputados del Pantano, empezaron a retirar su apoyo a los de la Montaña, que era como se conocía a los jacobinos (al menos, los que quedaban). La gota que colmó el vaso fue un discurso de Robespierre en el que habló de “castigar a los traidores” y “depurar el comité”. Los allí reunidos se miraron unos a otros, preguntándose si tendrían ya una línea de puntos de “recorte aquí” dibujada en el cuello. Cuando otros jacobinos preguntaron a Robespierre a quién exactamente se refería (mientras mandaban a casa un whatsapp diciendo “cari, haz la maleta”), se levantó un coro de abucheos, discusiones, y se oyó algún grito de “a la guillotina”. Así estaba el patio.

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El Hôtel-de-Ville, que no es un hotel sino el Ayuntamiento.

Finalmente, Robespierre y sus partidarios más cercanos, entre ellos su hermano, son detenidos. En París se arma la marimorena, y la Convención declara a los jacobinos detenidos proscritos o fuera de la ley (hors la loi), por lo que deciden huir y unirse a los que apoyan a su bando. Se refugian en el Hôtel-de-Ville, donde Robespierre es malherido (se especula que intentara suicidarse allí, como hizo su compañero Le Bas). Finalmente, les captura, y son condenados a muerte sin juicio, por ser considerados hors la loi. A las seis de la mañana les llevan al cadalso y el Incorruptible toma una buena dosis de su propia medicina.

Después de la Reacción de Termidor,  se instauró un Directorio, volvió el sufragio censitario, y se promulgó una nueva Constitución que no gustó ni a los jacobinos ni a los monárquicos (es el riesgo de los partidos de centro). Hubo varias revueltas del ejército, que culminaron cuando en noviembre de 1799, el 18 de Brumario, un joven general corso que volvía de guerrear en Egipto dió un golpe de estado. Su nombre, Napoleón Bonaparte. Pero esa ya es otra historia.  

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